lunes, 6 de octubre de 2014

Tarde de circo

Cuando mi hija ve un cartel de circo se le ilumina la cara. A mí también.

No, a mi no se me ha contaminado demasiado la idea infantil de que el circo crea magia, no, por mucho que se le cubra de un halo de tristeza, de que se le mire con cierto aire de antigualla, de que se nos haya creado una imagen indigna y prejuiciosa de sus protagonistas. Para mí el circo es una incógnita, como la vida, así que me da igual que sea en Madrid, en Málaga o en el pueblo de al lado, si me lo puedo permitir...voy.

Y sí, es cierto que hay cosas que me ponen en alerta (animales en cautividad, menores actuando,...), pero prefiero dar la oportunidad de que me demuestre que me equivoco antes de descartar el regalo.

Así que el sábado mi amiga Marina, mi hija y yo decidimos ir al circo instalado en las afueras de un pueblecito cercano. Las expectativas eran nulas, no suelen los grandes espectáculos acampar en nuestro recóndito terruño. Aún así antes de entrar ya merecía la pena ir, mi hija se pasó el día entero diciendo a quien quisiera escucharla que iba al circo, y ella sí que no tiene prejucio alguno. 

Llegamos pronto y nos instalamos en un digno palco, bajo una carpa que casi era un hogar. Las gradas eran bastante reducidas, la pista abarcable y preparada con jaula para la salida de los leones. Mi niña estaba con los ojos como platos, y carente de esos miedos que los mayores hemos barruntado (vete a saber para qué) sobre lo que podría pasar si se escapaban los leones, se caigan las gradas o la salida de emergencia no estaba cerca...es lo que tiene ser niña, esas cosas se ahorran y eso ya es beneficio neto. Primera lección: el miedo de otros no tiene derecho a arruinarnos la tarde.

Comenzó el espectáculo y de estar pensando en denunciar al domador, pasamos a querer darle las gracias. Resultó que aquellos leones no hicieron grandes esfuerzos, pero sí que comieron, se revolcaron para dejarse acariciar y jugaron como gatitos con aquel hombre sin látigo que les acariciaba la melena...Resultó que el adiestramiento era con recompensas y no con castigos. Tanto los leones, como los perros, caballos, dromedarios y hasta hipopótamo siguieron en su aparición esa estela, lo que hacían casi que era jugar más que otra cosa...Otra lección: hasta que no lo veas no pongas la denuncia, porque afortunadamente en cualquier sitio te encuentras la sorpresa de gente que trabaja con amor.

Quitar la jaula fue un trabajo en equipo en el que participaron todos los integrantes del circo de manera absolutamente sincronizada: cuatro minutos tardaron. Lección tres: No se tarda tanto en quitar barreras cuando está claro que el espectáculo debe continuar y las rejas no sirven para nada, eso sí hay que tenerlo claro.

Malabarista: correcto. Equilibrista: correcta. Tela voladora: correcta. Payasos músicos: dignos y correctos. Eso sí, cada uno de los integrantes tenía mil funciones a lo largo de la tarde: la taquillera tenía un número y cuando nos estaba en pista hacia algodón de azúcar, por ejemplo...Y esa fue otra gran lección: para que todo funcionara cada uno sabía su rol (o roles) y, con el mismo amor, recogían la pista que saludaban vestidas de lentejuelas después de un número impresionante. Trabajo en equipo de verdad, pero sobre todo con una dignidad tremenda, mirando a los ojos y sin temor alguno porque sabían que el resto del equipo no fallaría. 

Así hasta el final. Salimos tan eufóricas que no podíamos creernos ese estado anímico, con la que está cayendo y con la que nos cae en nuestras vidas. Pero sí, resulta que esos seres humanos, nómadas, atrevidos, dignos y artistas son capaces de darnos una pila de lecciones sin ser "divas" de nada, con la humildad del trabajo hecho a conciencia, sin titulares de prensa, sin autógrafos, tan sólo criaturas que trabajan para generar alegría por donde pasan. 

Ya sé que no todos los circos son iguales, pero éste fue capaz de lograr que las tres (y todo el público sin distinción de género, posición social, ni generación)  estuviéramos entregadas a la función,  gritando, aplaudiendo y cantando con la misma edad: la de mi hija, cuatro años. 

Entonces entendí qué es eso de conectar con la "niña interior", exactamente eso que estábamos viviendo: la ausencia de expectativa, afrontar el miedo, darle una bofetada a los prejuicios y hacerlos añicos, ilusionarnos, vibrar, confiar, compartir la alegría y que la vida nos parezca un espectáculo maravilloso que aparece de manera repentina, en el lugar más insospechado, cuando menos lo esperas.




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